domingo, 8 de julio de 2012


Los mayas imaginaban el Universo como un cuadrilátero sobre el cual se extendían las 
capas de los cielos, y bajo el cual se extendían las capas de los mundos inferiores. 
Las capas de los cielos eran trece, y cada uno de esos estratos, en sus lados estaba 
sostenido por ceibas, el árbol sagrado de los Mayas; en el centro otra ceiba gigantesca 
llegaba hasta el primer cielo. Los trece cielos estaban asociados con los dioses del día, 
los  oxlahuntiRu. Estas trece capas estaban dispuestas como seis escalones que 
subían desde el horizonte oriental hasta la séptima el cenit, donde otros seis escalones 
bajaban al horizonte occidental. De modo semejante otros cuatro escalones bajaban 
desde el horizonte occidental hasta el nadir del mundo inferior, y de allí otros cuatro 
subían hasta el horizonte oriental. O sea que en realidad había sólo siete capas 
celestiales y cinco infernales. El sol seguía esta suerte de romboide escalonado en su 
diario viaje por el cielo y en su nocturno recorrido del mundo inferior para volver con el 
alba a su punto de partida. 
Contra esta estructura severamente geométrica, y como ya hemos apuntado, se 
alzaba exactamente en el centro de la tierra una gigantesca  ceiba,  el  yaxché, árbol 
primero o “verde”. Sus raíces penetran en el mundo  inferior; su tronco y sus ramas 
atraviesan las diversas capas de los cielos. Algunos mayas sostienen que por sus 
raíces subían al mundo sus ancestros y que por su tronco y ramas llegaban los 
muertos hasta el cielo más alto. 
El eje vertical que enlazaba el  cenit  con el  nadir atravesando el centro mismo del 
universo, era de suma importancia pues conectaba los diferentes niveles cósmicos y 
definía el punto de mayor sacralidad el lugar central, el ombligo del mundo, tierra de 
nadie con carácter enormemente ambiguo situada en la confluencia de todos los ejes, 
umbral por tanto de cualquiera de las regiones donde debió producirse el acto creador 
primordial y donde permanecía la carga de fuerzas o poder que hacía posible la 
perduración de la vida. Allí estaba plantado el árbol cósmico, la sagrada ceíba, el árbol 
de la vida. 
Aunque ya lo hemos mencionado, queremos destacar que nos salen, si los contamos, 
siete puntos cardinales, pues a más de los cuatro habituales se consideraban como 
tales el  cenit, el nadir, y el centro. Pero al respecto debemos añadir que algunos 
autores han sugerido que las direcciones norte y sur correspondían realmente al cielo 
y el inframundo, siendo por tanto los puntos extremos del eje vertical, Zenit – Nadir. Yo 
me identifico con esta opinión entre otras cosas porque el Norte, que viene 
determinado por el polo magnético, no me consta que fuera conocido en este sentido, 
y por oposición a este polo, también ocurriría lo mismo con el polo Sur. Aunque el 
motivo principal de la adhesión a esta sugerencia,  es que explica mucho mejor la 
concepción de los colores asignados a estos puntos  cardinales y su explicación 
metafísica. 
El Blanco, el negro, el rojo y el amarillo son los colores que expresan simbólicamente 
las disparidades y contrastes – las divisiones en una palabra – de las regiones del 
universo. Evidentemente resulta que una vez seleccionados esos cuatro colores 

básicos, en virtud de su clara incompatibilidad y fuerte oposición.

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